sábado, 3 de octubre de 2020

EL SOL DE ASÍS

 



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Francisco de Asís: «hombre vil y caduco, pequeñuelo siervo» (así firma una de sus cartas), y, sin embargo, un gigante del Medioevo. Una de las estrellas más brillantes del cristianismo. Su luz iluminó todo el siglo XIII, y su resplandor nos llega hasta hoy. ¿Por qué? ¿cómo? La respuesta nos la da él mismo: ¡el ser humano alcanza la gloria y la grandeza cuando se hace humilde y pequeño!. Esta es mi homilía para este 4 de octubre 2020: Solemnidad de san Francisco de Asís.

EL SOL DE ASÍS


Un antiguo testimonio escrito cuenta que una vez fray Maseo, uno de los primeros hermanos que se unió a san Francisco, viendo la fascinación que el santo provocaba, le preguntó: «¿por qué todo el mundo va detrás de ti y todos pugnan por verte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, y entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?».


También hoy, hermano Francisco, te hacemos la misma pregunta que te hizo Maseo: ¿porqué no pasas de moda? ¿por qué tu voz sigue siendo un desafío? ¿por qué seguimos hablando de vos? ¿por qué un pontífice actual recurre con insistencia a tu nombre y a tu herencia espiritual? ¿por qué ocho siglos después de que pasaras por estos caminos queremos seguir teniendo un corazón franciscano, un corazón como el tuyo? ¿Por qué, fray Francisco, por qué?


Escuchemos la respuesta que el
Pobrecillo dio a fray Maseo (seguramente sería la misma que nos daría a nosotros hoy): «San Francisco […] se dirigió al hermano Maseo y le dijo: “¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de Él proviene toda virtud y todo bien”».


Ahí está el misterioso secreto que responde a nuestra pregunta: es esa percepción absolutamente realista de sí mismo que tenía Francisco lo que nos golpea y atrae hoy, sencillamente porque carecemos de ello. En su respuesta al hermano Maseo, Francisco corta de tajo cualquier posibilidad de vanagloria, de reivindicación personal, de triunfalismo y auto-ponderación. Todo lo bueno y lo grande y lo bello lo restituye a Dios, Bien total. Eso, hermanos y hermanas, eso es lo que nos falta. Nos falta bajarnos de la nube de grandiosidad en la que andamos, y que nos hace entender y vivir la vida de un modo equivocado: desde la superficialidad, el éxito, el dominio, la buena apariencia, el confort y el lujo.


Hace 800 años las gentes de Asís seguían con ilusión a un hombre que, juzgado por su apariencia, parecía más un
loco indigente que una persona sensata. Pero, por alguna razón, intuían que él era un hombre de Dios, uno que sabía dónde se esconde lo esencial de la vida y que, por lo mismo, realizaba en su persona una perfecta síntesis del mensaje cristiano; intuían en ese fraile descalzo una chispa distinta, una alegría honda, una visión completamente nueva –inocente, podríamos decir– de la existencia, del universo, del hombre, de Dios, de todo. Era uno que, sin hacer mucho escándalo, sin ciencia y sin necesidad de discursos panfletarios –solo con su testimonio evangélico, sus ojos libres de prejuicios y su pureza de corazón¬–, puso en crisis la sociedad y la Iglesia y todo…


Hoy al
Pobrecillo lo admira no solo Asís, sino el mundo entero. ¡Él nos pone en crisis a todos!: a nosotros, que nos da horror reconocernos pequeños, prescindibles, débiles; que andamos un poco perdidos sin haber encontrado aún lo esencial de la existencia; que no seguiríamos nunca a uno que se autodefiniera “ignorans et simplex” (ignorante y simple), como se definía Francisco. Hoy somos fans de otro tipo de estrellas, de las cuales lo único que admiramos es que tienen dinero, mucho dinero, y eso las hace grandes –dioses casi– ante nuestros ojos. Abundan esas (súper)estrellas en el fútbol, en el espectáculo, en la política…, pero todas, absolutamente todas, condenadas a ser fugaces: mañana no tendrán más luz. Eran humo.


En cambio, el humilde
fraile de Asís, nuestro Francisco, el hermano de todos, el pobre, el feo, el pequeño, el libre, el loco que abrazaba-bañaba-besaba leprosos; y, sin embargo, memoria subversiva, la suya, que no se apaga nunca: es una estrella que no ha dejado de brillar, su luz seguirá traspasando fronteras, religiones y siglos, porque supo configurarse todo entero con «el Amor que mueve al sol y a las demás estrellas». Y el Amor –siempre y en cada caso– vuelve inmortal y universal todo lo que toca.



Marcos Quesada.

Fraile Menor Conventual


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