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A mí el teatro me gusta porque me impacta, y me impacta precisamente por su calidad de inmediatez, de contacto, de cercanía física, mental, espiritual. Teatro, en mi caso, no son solo los actores y quien los dirige; teatro es también el lugar, el momento, el clima: dónde te sientas, cómo está el ambiente, qué reacciones produce la escena en el auditorio, qué olores hay (sí, he visto escenas en donde se cocina de verdad, ¡y huele a comida que se está cocinando!, o el actor/actriz que pasa cerca tuyo y sentís su respiración agitada, su calor corporal, el timbre de su voz); es decir, teatro es todo ese conjunto de cosas que rodean la escena que estás viendo, y que ayudan a que entrés en ella, que te metás vos también en la piel del intérprete; que te creas parte viva de lo que estás viendo, oyendo, oliendo, sintiendo. Por eso, me gusta-alimenta-educa mucho el teatro y, en cambio, me duermo en el cine.
En este sentido, la virtualidad, aunque se ha revelado como un espacio (el único, a decir verdad) generoso y oportuno, para mantener vivo el teatro en medio de esta situación sanitaria global, le roba mucho de su riqueza a la experiencia teatral. Algunos dirán que el streaming representa, también, un campo rico en el que el teatro puede explorar y explotar otras facetas interesantes, otro tipo de auditorios, otros formatos…; completamente de acuerdo, pero a mí no me gusta. No me gusta el teatro virtual, me queda debiendo, no puedo dejar de sentir que lo rebaja, que le amputa algo de su esencia, que lo convierte simplemente en una opción entre tantas dentro del mundo del espectáculo.
Sé que en la antigüedad clásica el teatro era la única “experiencia virtual”, en cuanto lugar de representación que conjuga lo real con lo soñado, lo humano con lo divino o demoníaco, es decir, como representación fundamentada sobre la narrativa, lo visual, lo actuado, y todas las piezas que constituyen el juego teatral en vivo entre el actor y su espectador, en una suerte de intercambio cruzado entre lo real y lo representado. Esa virtualidad milenaria en donde los únicos apoyos del actor eran su cuerpo, su voz, su alma, su creatividad: esa “virtualidad originaria”, propia del teatro, me fascina. Pero esta otra, que se convierte en vicio, mediada por los sistemas informáticos, en donde pareciera que los dispositivos tecnológicos se convierten en una extensión del actor mismo, me cansa, me hace sentir solo, me defrauda un poco (cosa distinta es cuando el director introduce en la escena medios audiovisuales: un video, una escenografía en 3d…).
Con todo, celebro con alegría que los colectivos como Raíz Teatro, a partir de su feliz irrupción en las fronteras digitales, estén aprovechando estos tiempos de pandemia y confusión para reinventarse, para adaptar la fuerza de la representación teatral a las nuevas exigencias del mundo actual, para hacer que sus propuestas tengan un mayor alcance, para pensar y ofrecer un teatro tecno-creativo, etc. No dudo que la combinación entre ciberespacio y cultura artística pueda resultar –de hecho, está resultando– fecunda y fructífera. Pero repito, a mí no me satisface tanto.
De una manera o de otra, no dudo, el teatro no dejará nunca de ser un vehículo para la interpretación del mundo. Eso es lo que al final importa.
Marcos Quesada.
Fraile Menor Conventual
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