miércoles, 13 de mayo de 2020

La improvisación en la medicina




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La primera vez que llevé un curso clínico (es decir, la primera vez que salí de las aulas para poner en práctica la teoría que había aprendido en los últimos dos años, y la que seguiría recibiendo en pequeñas clases medio improvisadas, impartidas por médicos y médicas que tomaban un rato de su labor diaria para hacérselas de profesores), estaba aterrada: “Adela Chacón, su tutor estas primeras tres semanas, será el Dr. ‘Navarro’. Puede encontrarlo en el 1B…” Era mi primer día, tenía menos de diez minutos para encontrar a mi tutor, a quien no conocía, en un hospital que hasta ese momento, tampoco conocía (el Blanco Cervantes). Cuando por fin lo encontré, comenzó a “pasar visita” por los salones. Me explicaba datos, procesos, mecanismos importantes, y yo apuntaba todo lo que me decía pues, aún no estaba familiarizada con muchos de los términos de la jerga médica. De pronto, me mandó a examinar a un paciente ahí mismo, delante de otros médicos, internos y residentes. No sabía cómo acercarme a la persona que yacía enferma en la cama, las gotas de sudor corrían por mi frente y dentro de las mangas de la gabacha.
Justo ese día, también iniciaba el nivel dos del curso de improvisación teatral (y en esta ocasión, me enfocaré en dicha disciplina). Era de los primeros cursos artísticos que recibía de manera formal, a un nivel de academia. Tenía un par de compañeros conocidos del nivel uno, pero la mayoría eran personas nuevas, ante las cuales debía despojarme de ciertos pudores y estructuras sociales de comportamiento. Era como quitarme una coraza y dejar salir a una persona diferente. No sé si sucederá con todos los grupos de esta naturaleza, pero, de inmediato, se estableció una relación de confianza, respeto y amistad entre todos, incluyendo al profesor. En la improvisación, se desarrolla numerosas habilidades comunes en otras ramas artísticas, sin embargo, se enfatiza la escucha y la conexión con “el otro”. Uno de los objetivos, es desarrollar tal conexión con el resto del equipo, para crear, de manera espontánea, una historia con sentido, donde cada uno aporte información, emociones, efectos contextuales y un poco de su personalidad. Cuando se logra una verdadera sintonía, los resultados son sorprendentes y gratificantes.
El trabajo en la improvisación requiere de constante práctica y la ruptura de ciertos esquemas mentales. Solemos acostumbrarnos a tener un plan, en especial conforme adquirimos mayores responsabilidades. Y no es que tener planes de acción diaria no sea bueno, pero, según la situación, podrían limitarnos. Por ejemplo: si hago A, espero un resultado B. A partir del resultado B, hago C, y así vamos estructurando nuestras reacciones ante cada posible situación. ¿Qué pasa cuando A no resulta en B? Seguimos adelante, pero nuestra confianza puede desbalancearse un poco. Recuerdo que ante los primeros ejercicios de improvisación (hasta en los más simples), temblábamos de nervios pensando qué pasaría si no lográbamos responder adecuadamente. En el ejercicio de la “palabra lanzada”, en el que alguien decía una palabra y el compañero de al lado debía responder con lo que le viniera a la mente, desde varios compañeros antes ya teníamos preparada nuestra palabra, aunque al final no la relacionáramos por nada con la palabra más inmediata. Nos daba pánico no tener “nada preparado”. Ante ejercicios más avanzados en los cuales íbamos construyendo una historia entre varios, solíamos pensar en el rumbo que esta llevaría y resultaba sobremanera frustrante cuando alguien soltaba una ocurrencia completamente diferente a lo que se esperaba. Con el tiempo, nos acostumbramos a romper esa tensión mental, a confiar en las ideas de los otros, conocerlos a través de lo que expresan; romper el hilo propio e ir tejiendo a partir de las hebras que cada uno aportaba en el camino. Fuimos desarrollando la capacidad de respuesta a cualquier situación. Algunas veces no había respuesta, y eso también era aceptable, siempre y cuando no vaciláramos ante la incertidumbre de qué decir o hacer, sino que reconociéramos el silencio como parte de la construcción.
Algunos, cuando ven espectáculos de improvisación, piensan que solo se trata de jugar. Y en parte tienen razón, pues a veces la mejor manera de afrontar la vida es jugando, por más seria que sea una situación. Y ahora volveré a la medicina:
Conforme pasaron los días, logré acercarme a las personas hospitalizadas, no desde el conocimiento académico, sino desde la escucha y la empatía. Viendo a cada uno, como veía a mis compañeros y profesores de improvisación. Entonces entendí que muchas veces, un diagnóstico no se determina solamente con una historia clínica y un exhaustivo examen físico (si bien, son vitales en la buena práctica médica). A veces, el tratamiento que una persona necesita no es para los signos y síntomas que presenta. Incluso, esos síntomas podrían no tener el origen fisiopatológico que pensamos. Un diagnóstico y tratamiento adecuado puede depender de la historia de vida y de la conexión que logremos establecer con ellas. ¿Y cómo se logra esta conexión? Con los principios de una rama artística como la improvisación. Y no es que se trate de improvisar en procedimientos y protocolos, sino en las relaciones humanas. Si consideramos al consultante como alguien a partir del cual construimos nuestra historia diaria; alguien al que no solo le aportamos con nuestros conocimientos sobre la salud y la enfermedad, sino que también nos aporta a los que ejercemos –o nos estamos formando para ejercer- en esta área, el camino fluye de manera distinta.
Como anécdota, una vez llegó una señora a la cita de control por sus enfermedades crónicas. Notamos en ella (el médico encargado y yo) una expresión de angustia. “Doña ‘Marina’, ¿cómo está?, ¿cómo va todo?”, “diay doctor, más o menos”. Entonces, empezamos a conversar sobre sus suplicios, sentimientos y posibles soluciones. Cuando pasó el tiempo de la consulta, no sabíamos nada sobre la evolución de las enfermedades de Doña ‘Marina’, pero esta se despidió con una expresión de tranquilidad y gratitud. También me sentí agradecida, pero: “Doctor, ¿y ahora qué escribimos en el expediente?” “Tranquila”, me dijo, “improvisemos”.


¡Que el arte nos permita siempre ser mejores personas!

Adela Chacón Rodríguez
Estudiante de medicina y narradora oral.

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