Mi
Florecita de Alelí se sienta en el banco de la cocina mientras todo
da vueltas, repasando en su mente los números nueve-uno-uno, por si
algo llegara a salir mal, “pero, ¿qué va a salir mal, mi niña?
¡Todo está bajo control!” Se come hasta el último granito de
arroz -no le gusta desperdiciar-, pero no tiene apetito. Nadie
entiende por qué está tan triste, si no es para tanto. “En todas
las familias hay problemas, gente enferma, los padres pelean, se van.
A veces dicen cosas que… ¡no son para tanto!, hay que entenderles.
Florecita, haga como si no pasara nada y listo. La vida sigue, no hay
que echarse a morir. Verá que con el tiempo irá acumulando
emociones, resentimientos, antojos… quizá llegue a ser violenta
con su propia familia, quizá grite, pelee, lastime o se termine
yendo; porque, claramente, todos tienen problemas, es normal, no es
para tanto.”
Cuando
abuela, mamá o tío quisieron hablar sobre la violencia que
sufrieron en distintos momentos de sus vidas, fueron silenciados;
ignorados por unos, juzgados y reprimidos por otros, porque “los
problemas de la familia se resuelven en la familia, nadie tiene por
qué andar aguantándose sus penas”. Entonces, sus palabras
transparentes se fueron ensombreciendo y los ciclos de violencia se
perpetuaron. Cuando era niña, Florecita de Alelí se dio cuenta de
la dolorosa herencia que traía a cuestas, y en la que ya se estaba
formando.
Florecita
de Alelí es la niña calladita que vive en mí, la niña que
observa, escucha y llora. Me dolía su tristeza y quería salvarla.
Desde el frío del hogar, comencé a escribir con los trazos de sus
manitas, a recitar versos con su voz, a contar sus más dulces sueños
y sus pesadillas. Florecita y yo comenzamos a decir lo que sentíamos
y lo que estábamos viviendo. Contamos lo que nos pasaba, hablamos
sobre el dolor engendrado en el silencio partido de las generaciones
y también de las cosas simples: el perro, el jardín, el amanecer.
Tuve la dicha de que alguien leyera lo que escribí por primera vez,
y me alentara a seguir haciéndolo, pues con ello, Florecita y yo
fuimos viendo la vida brillar poco a poco.
En
el colegio, apenas comenzando, mi querido profesor de música,
Alfonso, se asustó cuando leyó el poema que escribí como tarea:
“ay, mijita, esto parece una carta suicida”. No puedo negar que
lo fuera. Si bien no pensaba en quitarme la vida, cada vez que
escribía iba matando algo en mí. Iba matando el miedo a estar en mi
propia casa, mirar a los ojos a la gente y levantar mi voz. Con forme
crecí y conocí a más personas, me di cuenta de que compartíamos
historias similares, y muchos se veían reflejados en mi niña.
Tenían sus propios niños y niñas que observaban y escuchaban, mas
nunca los habían dejado hablar. También encontré a quienes se
mostraban a sí mismos y pude identificarme con ellos, aprender,
sorprenderme con sus historias y expresiones, crear, crecer. Supe
que, definitivamente, la expresión a través del teatro y todas sus
artes, es la clave para entender las realidades de otros y
entendernos a nosotros mismos. Si bien, no me he dedicado al teatro
profesionalmente, he ido conociendo muchas de sus cualidades y dones,
y me siento cada vez más cerca.
Pienso
que es difícil comprender a los demás si no vemos reflejado en
ellos algo nuestro. En el teatro se utiliza la voz, el cuerpo, las
palabras y el silencio que, para muchos, es tan familiar. Se utiliza
todos los recursos que se pueda, partiendo de lo más íntimo. Cada
expresión, cada puesta en escena es una nueva creación tanto para
quienes interpretan como para quienes reciben la interpretación.
Hace
poco me preguntaron por qué escribo y narro historias tan tristes.
“No es bueno revivir las heridas y vivir en el pasado.” No se
trata de vivir en el pasado. Me resulta extasiante cuando la
interpretación de alguien me toca tanto que me hace llorar. Esto no
implica que me quede atrapada en la situación representada, sino que
puedo verla de distintas formas, entenderla, compartirla con otros.
Cuando narro historias tristes, lo que más deseo es que otros las
conozcan, las comprendan y eviten que se repitan. Y si los tocan lo
suficiente para hacerlos llorar, pues lloramos juntos, entonces.
Mi
Florecita de Alelí aún se sienta algunas veces en el banco de la
cocina a comerse su arroz con frijolitos mientras todo da vueltas.
Cuando tiene ganas de llorar y le dicen “no es para tanto, no haga
drama”, yo les digo que sí. Sí es para tanto y seguiremos
haciendo drama hasta que dejen de silenciar con el desprecio o los
prejuicios a quienes desean salvarse de tantas formas de violencia
normalizada.
Adela
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