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A estas alturas del partido el regreso a las tablas parece estarnos esperando en el 2021, por lo que muchos han optado buscar en la virtualidad un refugio para el teatro, y digo refugio y no casa porque no soy de los que han visto en la virtualidad el futuro del teatro, sino un techo bajo el cual escampar. Aquí me podría ganar algunos puntos citando al investigador y filósofo argentino Jorge Dubatti, para afirmar que aquello que vemos en streaming o redes sociales carece de uno de los elementos fundamentales del fenómeno teatral; el convivio. Sin embargo, el mismo Dubatti también habla del tecnovivio como aquel encuentro mediado por recursos virtuales como el streaming y las redes sociales. Así que se podría decir que estamos en un empate por acá.
Desmenucemos un poco lo que sucede en las tablas y lo que ha sucedido en las distintas experiencias de streaming y redes sociales. Para esto vayamos a un punto central del engranaje dramatúrgico, el acontecimiento. Si lo fuéramos a definir de manera simple se podría decir que es eso que marca un cambio significativo en la pieza, un antes y un después. Ahora enredemos un poco el asunto y digamos que existen varios niveles de acontecimiento. El más común es el acontecimiento ficcional, o aquello que acontece en la ficción de una obra de teatro (la muerte de un padre, una confesión de amor no esperada, alguien roba un objeto valioso, una madre abandona a su hijo, etc.) Este acontecimiento se puede dar tanto en vivo como de manera virtual ya que la ficción no es un fenómeno presencial sino una convención con el espectador, sin embargo, esto nos lleva al segundo grado del acontecimiento, el performático.
Esto lo tiro en otro párrafo porque aquí nos estamos metiendo en un terreno que es tan concreto que resulta ambiguo. Entrémosle con un ejemplo. Si usted a estado en una obra de teatro o espectáculo de circo en el cual vuelven a ver al publico y tiran la temible frase “necesitamos un voluntario”, que automáticamente invita a todo mundo a mirar al techo, usted a sido victima de un acontecimiento performático. Digamos que es aquella cosa que SOLO puede acontecer en vivo (cuando un personaje se esconda en la gradería, un intérprete le hace preguntas al público, el escenario se llena de agua, etc.) Es aquello que llega a cambiar activamente la energía, las relaciones y el sentido de lo que está aconteciendo en escena y que no es ficción.
Aquí el asunto se pone ambiguo para las transmisiones en vivo, que han permitido el intercambio entre los intérpretes y el público mediante los chats, incluso se podría decir que ofrecen muchas alternativas para construir acontecimientos que no se encuentran en el mismo espacio y tiempo físico sino en uno virtual. Entonces… ¿sigue el empate?
A lo largo de los años he escuchado decir mil y un cosas en defensa del teatro con relación al cine o la televisión. Es probable que la más común de estas es la de ver a actores en vivo sudando y llorando frente a uno. Y no voy a mentir, es poderosa esa energía que solo pueden producir los cuerpos en presencia viva, pero no es común que la gente que va al teatro se levante en media de la función para ver si eso que esta en la cara de los interpretes son lagrimas reales. De hecho, en escena existen muy pocas cosas que estén sucediendo “realmente”, cuando vemos sangre o violencia no sea otra cosa que un efecto. Con esto no quiero desacreditar el carácter en vivo, muy por el contrario, creo que es el órgano vital del teatro, pero su valor no esta en hacer las cosas más “reales” sino en hacerlas más imaginarias.
No es raro escuchar al dramaturgo argentino Mauricio Kartun hablar del teatro como una “reserva natural”, el último espacio donde nos reunimos para imaginar en vivo. Desde las grandes producciones hasta aquellos montajes que solo poseen dos sillas, incluso en esos espectáculos que deciden hacerse en una casa para llevarnos al límite de la realidad. Todos y cada uno de ellos se sostienen en la capacidad imaginativa del espectador, que no está ahí para imaginar como es el cuarto que se encuentra detrás de esa puerta por la que entran y salen personajes, sino para creer en la posibilidad de que existe ese cuarto. Esa manera de imaginar no es otra cosa que nuestra capacidad para jugar, como lo hacen los niños cuando toman un palo y con un solo sonido lo convierten en una pistola, y un segundo después en una espada.
La distancia insalvable entre las tablas y la pantalla se produce en algo que podemos llamar el tercer nivel de acontecimiento, el del ritual del juego imaginario. Aquí queda en evidencia un asunto cultural, ya que como dice Peter Brook:
En el teatro la imaginación llena el espacio, a diferencia de la pantalla del cine que representa el todo y exige que todo lo que aparece en la imagen este relacionado de una manera lógica y coherente… el vacío en el teatro permite que la imaginación llene los huecos. Paradójicamente, cuanto menos se le da a la imaginación más feliz se siente, porque es un músculo que se siente feliz jugando.1
Y es que no podemos obviar que el medio audiovisual posee sus propios recursos y modos de expectación, esto es fácilmente percibido cuando se ven espectáculos teatrales grabados en un plano general y aquellos que cuentan con múltiples cámaras y un buen trabajo de edición de las tomas. Aunque el primero es un acercamiento más “fidedigno” de la experiencia teatral, el segundo dialoga mejor con nuestra forma de relacionarnos con la pantalla.
Esto no es solo un asunto del uso técnico de la imagen, sino también la forma en la que los textos teatrales operan en nosotros, por ejemplo, el termino oficial en español para la persona que escribe obras de teatro es dramaturgo, pero prefiero el termino en inglés “playwright”, que sí lo traducimos de manera literal viene a ser algo así como constructor de juegos. Y esta noción de juego está en el ADN de todo texto dramático, desde el juego poético de la palabra en Arístides Vargas, Federico García Lorca, o los juegos rítmicos de Beckett e Ionesco. El juego es también el “Verfremdungseffekt” de Brecht o Blanche DuBois hablando con las personas de su pasado. Es cierto que podemos transmitir la anécdota de la obra en un streaming, pero perdemos la fuerza de ese otro juego que la contiene, incluso nos arriesgamos a que la naturaleza de esos textos entre en disonancia con este otro medio digital, donde el uso de la palabra y los diálogos opera bajo otras lógicas, haciendo parecer a los textos teatrales como demasiado “dramáticos”, extraños, lentos o incluso alimentando un imaginario erróneo de la experiencia teatral.
Las experiencias virtuales que han emergido como una respuesta a la suspensión de la actividad teatral son necesarias para recordarnos lo activo que es el movimiento escénico en el país, pero también nos invita a repensar sobre qué le estamos ofreciendo al espectador cuando este decide ir al teatro y no quedarse en casa viendo Netflix. Por mi parte concuerdo con el dramaturgo argentino Rafael Spregelburd al afirmar que estas nuevas experiencias no son teatro y que se les necesita encontrar un nombre nuevo. Con esto la idea no es desmeritar el trabajo que se a dado hasta la fecha, muy por el contrario, nos encontramos en la gestación de un nuevo fenómeno que bebe de las artes escénicas pero que debe empezar a dialogar y profundizar con las nuevas herramientas que le ofrece este espacio, para encontrar así sus propias formas de acontecimiento.
Estefan Esquivel Valverde
Dramaturgo, Actor y Docente.
Referencias: Peter Brook, La puerta abierta, Ediciones Alba, 1994.
1 Peter Brook, La puerta abierta, Ediciones Alba, 1994.
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