Es
importante ahora hablar un poquito del teatro,
aunque no soy ni he sido más que un espectador.
Ese teatro que en mis años de infancia y juventud tanto disfrutaba
cuando iba con algunos amigos del colegio, al principio casi por
obligación, como por ejemplo cuando teníamos que leer “La
Celestina”. Lo cierto es que iba con mi familia
al teatro, y era un acontecimiento. Y no, no iba para ahorrarme la
lectura del texto que pusieran en el colegio, sino que de verdad ver
el montaje
ayudaba muchísimo a la imaginación
y al mayor disfrute de la obra de teatro en cuestión. Recuerdo que
llegaron algunos magníficos grupos de teatro al colegio. En el
gimnasio colegial pudimos apreciar “Bodas de Sangre”, con el
elenco del Teatro del Ángel más original. Fue demasiado. Y luego
nosotros, alumnos del grupo de Literatura, tuvimos que montar algo de
Ibsen,
de Aristófanes,
y leímos íntegro a Shakespeare…
en el inglés original. Era gozo
puro, disfrute
de la belleza,
diversión
total.
Y
con la ayuda de nuestros profesores aprendimos a procesar ideas muy
complejas sobre todo lo que en ese momento descubríamos como
adolescentes: el mundo de los adultos con su complejo entramado de
pasiones de todo tipo. A falta de videojuegos, que ya por entonces
empezaban a idiotizar a las masas, hacíamos un esfuerzo por explorar
la condición humana
y a mí el teatro, en el colegio o fuera de él, me enseñó más
lógica
y más disfrute
y más emoción
que cualquier otra materia. Creo que sobre mí ejerció una
fascinación muy sutil y muy fuerte y llegaba a conmoverme ese
desfile de personajes tan extraños que emergían de las páginas de
los clásicos. Porque no solo era teatro que se veía, sino que se
leía y se leía. Recuerdo mi indignación y desconcierto por aquel
opresivo ambiente de la casa de Bernarda
Alba, donde las mujeres oprimían
a otras mujeres. Me afligí sinceramente ante la suerte de las
heroínas de Tennessee Williams,
que también leímos en su lengua original. Todo servía y todo
concurría a nuestra formación.
Frente
a los escenarios reales o en la mente surgían preguntas sobre el
poder, la sexualidad, la hipocresía… El teatro era la ventana
abierta a mundos donde todo era relevante. Me cuesta creer que hoy un
carajillo de quince años podría verse sacudido por la ingratitud de
las hijas de Lear, pero toda esa amalgama de caracteres, unidos a los
a veces amables y a veces detestables personajes de las novelas
nacionales que con todo gusto leíamos, creo que todo eso nos hizo
más conscientes de nuestro entorno, nuestros papeles sociales,
nuestras catarsis, nuestras rebeldías. Experimentamos la vida de un
modo poco convencional y lleno de una creatividad que ha brotado de
los corazones humanos que hace siglos amaban y odiaban como los
nuestros. Ignoro si las nuevas generaciones aún leen “Romeo y
Julieta”, pero ¡qué
forma de comprender la insensatez de los impulsos y la belleza de los
sentimientos de los amantes! Don William hizo más por mí en esos
años que Madonna con sus contoneos… cuando empezaba en sus
escenarios.
Son
textos que quisiera eternos por sus moralejas, sus asuntos
atemporales, su eficaz forma de enseñarnos cómo es la condición
humana y cómo se acerca uno a los problemas de la sociedad. El
teatro nos causaba dolor por un rato, nos sacó muchas carcajadas,
nos perturbó al meternos en su trama -o tramas,- al sentirnos tan
cerca de los actores. Qué gloriosos eran esos aplausos para ellos
después de una representación magistral: era como si todos nos
dijéramos “caramba, qué bien
lo hemos hecho todos! Qué fuerza, qué emoción, qué aguante el de
ustedes, actores y actrices! Chorreaban
sudor y agradecían la benevolencia de nuestra aprobación con las
palmas… Nunca pude experimentar eso en el cine. Y eso que también
me apasiona.
Gracias
a todos los buenos actores y actrices de todos los tiempos por
afectarnos tan hondamente. Su talento
es poderosa herramienta de
cambio, de reflexión
y de análisis
de nosotros mismos. El teatro sobrevivirá por su capacidad de hacer
conexiones
con lo humano;
no la tiene fácil en estos tiempos inhumanos, pero tengo fe también
en esa gente extraordinaria, los dramaturgos,
los trabajadores de teatro
y los espectadores
no afectados por sensiblerías o complejos de elitismo: tener fe
en el teatro es tener fe en lo humano, y viceversa.
Fray
Jorge Dobles Ulloca, OFM Conventual
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