miércoles, 30 de octubre de 2019

Tener fe en el teatro es tener fe en lo humano.




Es importante ahora hablar un poquito del teatro, aunque no soy ni he sido más que un espectador. Ese teatro que en mis años de infancia y juventud tanto disfrutaba cuando iba con algunos amigos del colegio, al principio casi por obligación, como por ejemplo cuando teníamos que leer “La Celestina”. Lo cierto es que iba con mi familia al teatro, y era un acontecimiento. Y no, no iba para ahorrarme la lectura del texto que pusieran en el colegio, sino que de verdad ver el montaje ayudaba muchísimo a la imaginación y al mayor disfrute de la obra de teatro en cuestión. Recuerdo que llegaron algunos magníficos grupos de teatro al colegio. En el gimnasio colegial pudimos apreciar “Bodas de Sangre”, con el elenco del Teatro del Ángel más original. Fue demasiado. Y luego nosotros, alumnos del grupo de Literatura, tuvimos que montar algo de Ibsen, de Aristófanes, y leímos íntegro a Shakespeare… en el inglés original. Era gozo puro, disfrute de la belleza, diversión total.
Y con la ayuda de nuestros profesores aprendimos a procesar ideas muy complejas sobre todo lo que en ese momento descubríamos como adolescentes: el mundo de los adultos con su complejo entramado de pasiones de todo tipo. A falta de videojuegos, que ya por entonces empezaban a idiotizar a las masas, hacíamos un esfuerzo por explorar la condición humana y a mí el teatro, en el colegio o fuera de él, me enseñó más lógica y más disfrute y más emoción que cualquier otra materia. Creo que sobre mí ejerció una fascinación muy sutil y muy fuerte y llegaba a conmoverme ese desfile de personajes tan extraños que emergían de las páginas de los clásicos. Porque no solo era teatro que se veía, sino que se leía y se leía. Recuerdo mi indignación y desconcierto por aquel opresivo ambiente de la casa de Bernarda Alba, donde las mujeres oprimían a otras mujeres. Me afligí sinceramente ante la suerte de las heroínas de Tennessee Williams, que también leímos en su lengua original. Todo servía y todo concurría a nuestra formación.
Frente a los escenarios reales o en la mente surgían preguntas sobre el poder, la sexualidad, la hipocresía… El teatro era la ventana abierta a mundos donde todo era relevante. Me cuesta creer que hoy un carajillo de quince años podría verse sacudido por la ingratitud de las hijas de Lear, pero toda esa amalgama de caracteres, unidos a los a veces amables y a veces detestables personajes de las novelas nacionales que con todo gusto leíamos, creo que todo eso nos hizo más conscientes de nuestro entorno, nuestros papeles sociales, nuestras catarsis, nuestras rebeldías. Experimentamos la vida de un modo poco convencional y lleno de una creatividad que ha brotado de los corazones humanos que hace siglos amaban y odiaban como los nuestros. Ignoro si las nuevas generaciones aún leen “Romeo y Julieta”, pero ¡qué forma de comprender la insensatez de los impulsos y la belleza de los sentimientos de los amantes! Don William hizo más por mí en esos años que Madonna con sus contoneos… cuando empezaba en sus escenarios.
Son textos que quisiera eternos por sus moralejas, sus asuntos atemporales, su eficaz forma de enseñarnos cómo es la condición humana y cómo se acerca uno a los problemas de la sociedad. El teatro nos causaba dolor por un rato, nos sacó muchas carcajadas, nos perturbó al meternos en su trama -o tramas,- al sentirnos tan cerca de los actores. Qué gloriosos eran esos aplausos para ellos después de una representación magistral: era como si todos nos dijéramos “caramba, qué bien lo hemos hecho todos! Qué fuerza, qué emoción, qué aguante el de ustedes, actores y actrices! Chorreaban sudor y agradecían la benevolencia de nuestra aprobación con las palmas… Nunca pude experimentar eso en el cine. Y eso que también me apasiona.
Gracias a todos los buenos actores y actrices de todos los tiempos por afectarnos tan hondamente. Su talento es poderosa herramienta de cambio, de reflexión y de análisis de nosotros mismos. El teatro sobrevivirá por su capacidad de hacer conexiones con lo humano; no la tiene fácil en estos tiempos inhumanos, pero tengo fe también en esa gente extraordinaria, los dramaturgos, los trabajadores de teatro y los espectadores no afectados por sensiblerías o complejos de elitismo: tener fe en el teatro es tener fe en lo humano, y viceversa.
Fray Jorge Dobles Ulloca, OFM Conventual

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